EL ESPÍRITU SANTO Y LA SANTIFICACIÓN

En el estudio anterior vimos que, por regeneración, el Espíritu Santo resucita a los hombres muertos, hombres que están tan muertos espiritualmente como el cuerpo del soldado que ha estado tirado en el campo de batalla por una semana. El Espíritu Santo da a los hombres muertos, vida espiritual, de manera que puedan llevar a cabo acciones buenas, acciones que le resultaban imposibles cuando estaban muertos. Este es un gran milagro.
Hay una diferencia abismal entre esta vida espiritual y la muerte que la precedió. Sin embargo, es más que evidente que esta vida a menudo es enfermiza. Porque es un hecho que el cristiano sigue pecando. A veces peca tanto que casi parece como si la nueva vida lo hubiera abandonado por completo, y que volviera a estar muerto. Pero sabemos que no está muerto. Sus debilidades no serán para muerte, no son incurables. Al contrario, estas debilidades irán desapareciendo gradualmente. Entre tanto, sin embargo, no hay duda de que realmente es enfermizo.
Que la persona nacida de nuevo peca es obvio. Lo atestiguan tanto su propia experiencia como la Escritura. Todo cristiano está consciente, muy a su pesar, de las fallas pecaminosas de su vida. A veces, incluso, puede sentirse decaído al aparente triunfo del pecado en su vida, y quizá exclame con Pablo el convertido, ‘Miserable de mí’ (Rom. 7: 24). Humildemente percibe la necesidad de la oración que Cristo enseño a los ya salvos: ‘Perdónanos nuestros pecados’. Juan confirma esto cuando señala que si alguien, incluyendo los regenerados, dice que no tiene pecado, se engaña a sí mismo, la verdad no está en él, y hace a Dios mentiroso (1ª Jun. 1: 8-10).
De hecho, la verdad sorprendente es que cuanto más santo y más santificado se encuentra un cristiano, mayor es la conciencia que tiene de su propio pecado. Cuanto más cerca está una persona del Dios santo, tanto más aguda es su percepción del pecado. No sólo sus pecados evidentes lo entristecen más, sino también, los pecados  que antes no lo turbaba, porque parecían sin importancia, ahora los ve con claridad. Como Pablo había alcanzado ese grado elevado de santidad, y por ello se había vuelto sensible al pecado, se quejaba, ‘Miserables de mí’. Fue exactamente como cuando Isaías tuvo la visión de Jehová, y cuando lo serafines exclamaron: ‘Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos’, Que Isaías dijo: ¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios’, (Is. 6: 5). Así pues, no hay nadie completamente santo en esta vida, ni siquiera los santos más destacados de Dios. El hombre regenerado sigue pecando; aunque tiene vida, es enfermizo.
Aclaración: el cristiano regenerado peca espontáneamente, no de práctica continua, o de premeditación de pecado.
Esto plantea este problema: ¿Cómo puedo superar este pecado? ¿Cómo puedo dominar la ira, el mal genio, el odio, la envidia, los deseos sexuales, y otros males que moran dentro de mí? Todos los cristianos de verdad están preocupados por esto. Buscan el triunfo sobre el pecado en sus vidas. ¿Cómo lo conseguirán?
La respuesta que da la Biblia a este acuciante y agudo problema se encuentra en el título de este estudio. ‘El Espíritu Santo y la santificación. El Espíritu eterno de Dios es la fuente de santificación. Al fin de aclarar esto en forma total, sin embargo, es necesario, ante todo, analizar dos soluciones que a menudo se han dado a este problema del pecado; ambas no son bíblicas y por consiguiente erróneas. Una consiste en lo siguiente: luche contra el pecado lo más que pueda. Y la otra es diametralmente opuesta: No luche contra el pecado. Si descubrimos el error de estas dos soluciones, entenderemos en forma más precisa cual es la única solución genuina: la respuesta bíblica.
LA PRIMERA RESPUESTA, nos manda confiar en nuestra propia fortaleza. Pone la santificación sobre nuestros hombros. Se nos dice que controlemos nuestros deseos pecaminosos por medio de la razón. Se subrayan las ventajas de la virtud y las promesas del evangelio. Se muestra lo razonables que son nuestras obligaciones para con Dios. Se mencionan las consecuencias del pecado tanto para el cuerpo como para el alma, aquí y en la eternidad. Si se sabe lo que es bueno y santo, se añade: sea Señor de su propia vida. Domine todas las tendencias malas, ejercítese en la disciplina, en la voluntad, en los buenos propósitos, y el dominio propio que está en uno mismo. Siga el ejemplo de un hombre como benjamín franklin, quien menciona en su autobiografía cómo se mejoró así mismo, efectuando una comprobación diaria de todos sus malos hábitos. Si conocemos lo que es justo, utilizamos nuestra razón y voluntad, podemos vencer el pecado con nuestra propia fuerza.
LA SEGUNDA REPUESTA, que se ha propuesto es diametralmente opuesta a la anterior, y es igualmente errónea. Si el error de la primera solución fue afirmar que debemos luchar contra el pecado con nuestra propia fuerza, el error de esta segunda solución es creer que no debemos luchar para nada, en contra del pecado, sino dejar que Cristo lo haga por nosotros. Es la diferencia entre las dos consignas: ‘Hacerlo todo’ y ‘No hacer nada’.
Ciertos lideres afirman, por ejemplo, que ‘la liberación (del pecado) no se consigue co la lucha y el esfuerzo penoso, con propósitos serios y la auto-negación.’ Si el hombre hace algo para vencer el pecado, el pecado lo vencerá a él. El hombre debe ‘simplemente dar oportunidad a Dios para que El tome posesión completa de su personalidad, el Espíritu Santo desea liberar la personalidad, pero no puede hacerlo hasta que el hombre se lo permita.
En los Estados Unidos de América, Hannah Whitall Smith en el secreto del cristianismo para una vida feliz, puso de relieve que el cristiano se debe entregar por completo al señor. Debe poner su vida en manos del Hacedor al igual que la arcilla está en manos del alfarero, y por consiguiente estar pasivo. ‘El alfarero debe desarrollar toda la labor’ ‘Cuando hemos puesto nuestra vida en manos del Señor el papel que nos corresponde es simplemente ‘Estar quietos’ ‘Y debemos recordar esto, que si nosotros llevamos una carga cualquiera, el Señor no la lleva’. Trumbull, en su movimiento `vida victoriosa’, sugirió la consigna, ‘Abandónese a Dios’. También dijo, ‘Si no es fácil, no es bueno’. ‘Cualquier triunfo que uno alcance por esfuerzo propio es una impostura. Si uno tiene que esforzarse por triunfar, no se trata de un triunfo verdadero’. ‘No debemos tratar de no pecar’. Tales esfuerzos ‘pueden y de hecho así lo hacen impedir el triunfo’. Cuando el triunfo se alcanza será un ‘Triunfo por la libertad y no une triunfo por la lucha’, ‘libertad sin esfuerzo’ de todos ‘los impulsos pecaminoso’. ‘Por consiguiente, basta de esforzarse. Dejen que Él lo haga todo.
A menudo en estos movimientos lo que se subraya es la segunda bendición. Se enseña que, al igual que el hombre recibe a Cristo en la justificación no por obras sino por fe, así también el hombre recibe a Cristo en una segunda oportunidad en la santificación, por un acto de fe que es un distinto y separado de aquel por el cual quedó justificado. Creen que, al igual que en la justificación el cristiano recibe a Cristo de una forma instantánea y completa, así también en la santificación recibe a Cristo de repente, en un abrir y cerrar de ojos, y no gradualmente. La diferencia consiste en que la primera vez recibe a Cristo como Salvador persona, y en la segunda ocasión como Señor suyo, y El da el triunfo completo sobre todo pecado conocido. Esto es lo que llaman perfección instantánea, completa, por medio de la segunda bendición.
Estas dos soluciones acerca del triunfo sobre el pecado no son bíblicas. El hombre nunca alcanzará santidad sólo con el más grande esfuerzo personal. Se necesita al más, ayuda sobrenatural, sin esforzarse con todo lo que hay en él. Pero el triunfo sobre el pecado sí puede conseguirse lo que superficialmente podría aparecer como una combinación de estos dos elementos. El secreto de la santidad, según la Biblia, se encuentra en una actividad doble: la acción de Dios en nosotros y nuestra propia acción también. Este es el camino del triunfo para el cristiano.
Lo primero que se necesita para conseguir triunfar sobre el poder del pecado en nuestras vidas es la acción regeneradora del Espíritu Santo. Como el Espíritu esta actuando en nuestra vida. Jesucristo viene a morar en nuestro corazón. Quedamos místicamente unidos a Él. No se trata de una unión por medio del recuerdo. Ni por medio de algún sentimiento, ni por medio del amor, como podría existir entre dos amigos. Antes bien, en una forma ontológica, Cristo viene a morar en nuestra vida y queda unido a nosotros. La unión es tan real, aunque no idéntica, como la unión de los sarmientos con la vid (Jun. 15: 5), o del Hijo con el Padre en la Trinidad (Jun. 17: 21) o de la cabeza con el cuerpo (Ef. 4: 16-17). De esta realidad puede decir Pablo: ‘Con Cristo estoy juntamente crucificado, Y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí’ (Gál. 2: 20).
Cuando el Espíritu regenera de esta forma, y se establece esa unión con Cristo, entonces le sigue el triunfo sobre el pecado, triunfo que es instantáneo y no gradual. Claro que no hay una erradicación completa del pecado de la vida del cristiano que vive sobre la tierra; pero si hay un triunfo que queda garantizado en un momento, de forma que Juan puede escribir, ‘Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo’ (1ª Jun. 5: 4). Y Pablo puede afirmar enfáticamente, ‘El pecado no se enseñoreará de vosotros’ (Rom. 6: 14). El pecado queda derrotad. El pecador triunfa. Claro que seguirá pecando (1ª Jun. 1: 8), pero será contra su propia voluntad, de forma que ya no soy yo quien hace aquello, si no el pecado que mora en mí’ (Rom. 7: 17). A veces puede, parecer que ya no hay esperanza y que es más victima del pecado que triunfador sobre él. Sin embargo, el que ha nacido del Espíritu y se ha unido a Cristo no se puede abandonar al pecado, porque está muerto a él, y el pecado no puede tener poder sobre él. El pecado puede dominarlo momentáneamente y  de distintas formas, pero en último término quedará completamente erradicado en todas sus posibles formas. Satanás ha recibido un golpe mortal, está condenado. Pero entre tanto sigue luchando a un estando moribundo.
El triunfo se puede comprar al de la victoria aliada sobre los japoneses en 1945. Se consiguió la victoria. Los japoneses se rindieron. La lucha acabó. Pero incluso después del tratado de paz y de que la gran masa del ejército japonés hubo capitulado, algunos siguieron luchando cuando lo americanos trataron de ocupar las islas. Así también, en la vida de todo aquel que está místicamente unido con Cristo Jesús, se ha conseguido el triunfo. Satanás y el pecado han sido derrotados. Ya ha sucedido. Pero sigue habiendo guerra de guerrillas esporádicamente, y en ciertas ocasiones alcanzan dimensiones considerables, pero el triunfo se ha conseguido, y es cuestión de tiempo antes de que el último vestigio de oposición (pecado) quede eliminado. En este sentido bíblico, es posible hablar de vida victoriosa (1ª Jun. 5: 4)
No es fácil describir la acción santificadora del Espíritu Santo. Es un misterio, al igual que la regeneración, aunque se puede decir unas cuantas cosas acerca de la misma.
 EN PRIMER LUGAR, la santificación es ante todo la obra del Espíritu. Si bien es verdad, como mencionamos, que la vida espiritual nace de estar místicamente unidos a Jesucristo; y si bien Jesús dijo en Juan 14: 23, que no sólo el Espíritu Santo mora en el creyente, sino también el Padre y el Hijo; y bien sabemos que no se puede dividir la obra de la Trinidad: sin embargo, la biblia sí indica que la santificación es principalmente, la obra de la tercera Persona de la trinidad. Ella es la que regenera (Jun. 3), nueva Tit. 3: 5, santifica (2ª Tes. 2: 13; 1ª Ped. 1: 2), guía (Rom. 8: 14), mora dentro del hombre (Jun. 14: 17; Rom. 8: 9; 1ª Cor. 3: 16), y escribe en el corazón (2ª Cor. 3: 3). Y Pablo dice claramente que ‘si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él’ (Rom. 8: 9). Estos pasajes indican que el Espíritu es absolutamente esencial para esta vida victoriosa en Cristo, el que no posee no pertenece a Cristo, no participa de su vida. De ahí que, sí Cristo ha de santificar al hombre morando en él, debe hacerlo por medio del Espíritu. Cristo y el Padre no moran, y en consecuencia no santifican al hombre en forma directa o inmediata, sino por medio del Espíritu Santo. En resumen, la santificación es principalmente la obra de la tercera Persona de la Trinidad.
LA SEGUNDA CARACTERÍSTICA, de esta obra santificadora es que el Espíritu, al igual que la regeneración, toca el corazón mismo, o el alma del hombre. No se vale simplemente de la persuasión moral, racional, y deja luego que el hombre se santifique o no sea a sí mismo; sino que constantemente, toca su naturaleza básica, su viada subconsciente, las entretelas más íntimas de su alma, allí donde el hombre no puede ni cooperar ni resistir. El resultado es que surgen buenas obras, porque el fruto del árbol depende de su naturaleza, y del corazón es que mana la vida (Prov. 4: 23).
Gracias a Dios que, en la santificación, el Espíritu opera en esa esfera subconsciente de nuestra alma donde no podemos resistir. De lo contrario, nunca nos santificaríamos, porque sin el Espíritu siempre resistiríamos.
EN TERCER LUGAR, el Espíritu Santo hace que todo el hombre quede afectado por la santificación. No solamente la voluntad, por ejemplo, de manera que el cristiano se decida a obrar el bien, pero por otra parte no entienda el bien, ni lo ame. Antes bien, santifica todo el hombre: su voluntad, sus emociones, y su comprensión. No da una santificación completa en el nuevo nacimiento, sino que es una santificación que afecta a todo el hombre e introduce todo su ser en el camino de la santidad. Es parecido al nacimiento y crecimiento del niño que es creado perfecto. El niño tiene todas sus facultades mentales y corporales, aunque sea pequeño. ‘tendrá las uñas pequeñas, pero son de hechura perfecta. Posee el número exacto de dedos, orejas, cejas y órganos internos, aunque éstos no hayan alcanzado un desarrollo completo. De una manera semejante, el Espíritu Santo regenera y santifica a todo el hombre. Puede que el principio sea muy simple, pero queda afectada cada una de las partes del hombre. No se le desarrolla la comprensión espiritual con detrimento de su voluntad, ni su voluntad con detrimento de sus emociones. Va creciendo en cada una de sus partes, es perfecto en cada una de ellas, pero imperfecto en grado.
Esta totalidad de la obra del Espíritu se deduce de pasajes como Proverbios 4: 23, el cual nos dice que el corazón es el que dirige todas las actividades del hombre y Marcos 7: 20-23, donde Jesús las maldades que proceden del corazón. Si la parte más íntima del hombre, su corazón o alma cambia, entonces todo que ella procede quedará también alterado. También se puede ver esto en los distintos lugares de la Biblia que mencionan en forma específica la voluntad, el entendimiento y las emociones como objeto de santificación.
UNA CUARTA CARACTERÍSTICA, de la obra del Espíritu en al santificación es lo gradual del proceso. El hombre nunca del proceso. El hombre nunca alcanza perfección instantánea y total en la tierra. Sólo si el hombre rebaja las normas de Dios a la altura de su condición propia de pecado, puede pensar erróneamente que es perfecto. Porque la biblia da testimonio de que el hombre no queda de repente emancipado del poder del pecado, sino que esta liberación llega después de largas batallas. A veces el proceso es lento, y otras veces es rápido, pero siempre se extiende por un cierto periodo de tiempo. Como hemos visto, Juan dice que ‘sí decimos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros’ (1ª Jun. 1: 8). Pablo habla constantemente acerca del pecado que hay todavía en el cristiano, y de la lucha incesante con Satanás. Y Pedro no dice: ‘Apoderaos en un brinco de la gracia y conocimiento’, sino ‘Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo’ (2ª Ped. 3: 18). Esto indica concretamente que la santificación es un proceso gradual.
EN QUINTO LUGAR, vemos sin embrago, que ese proceso gradual quedará completado en un abrir y cerrar de ojos, en el momento de la muerte. En el cielo, en al presencia del Dios Santo, no habrá pecado; éste habrá sido completamente eliminado (Apo. 21: 27). Por lo consiguiente, cuando el cristiano va al cielo, inmediatamente después de la muerte, como lo índica la Biblia, el proceso de santificación se perfecciona de repente, y en un instante el hombre se vuelve completamente perfecto.
Esta continua operación del Espíritu Santo por la cual estamos unidos a Cristo es, pues la condición indispensable para el triunfo sobre el pecado, aunque ese triunfo no sea fácil. La presencia del Espíritu y de Cristo es esencial y básica. No existe otra forma. Sin ellos no se puede conseguir la victoria, ni siquiera parcial. Las resoluciones firmes, los propósitos, los esfuerzos penosos, sin el Espíritu y sin Cristo de nada sirven. Si alguien tratara de conseguir el triunfo de esta manera sería como si una persona tratara de producir manzanas hermosas, rojas y jugosas, pegando semillas o manzanas pequeñas a un árbol, y luego esperando que crezcan. Esta acción externa no produciría ningún fruto. Por el contrario, debe elegir un árbol que este sano, y que posea la naturaleza del manzano. Una vez hecho esto, cultivado adecuadamente, ese árbol en forma natural y fácil producirá manzanas buenas. Como Cristo dijo: ‘Yo Soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y Yo en él, este lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer’ (Jun. 15: 55). Así como las ramas están unidas al tronco, y reciben de él la savia y la vitalidad que les hacen producir fruto, así también el cristiano mora en Cristo, y de él y del Espíritu Santo recibe el poder, la vida, y fortaleza interiores para hacer buenas obras. Y así como es absolutamente imposible que una vid muerta produzca uvas, así también es imposible llegar a la santidad si Cristo y el Espíritu Santo no están dentro de nosotros dándonos vida. Recibimos de Cristo el poder de triunfar sobre el pecado, poder que no tenemos en nosotros mismos.
Tratar de triunfar sobre el pecado por medios externos, tales como el ascetismo, al persuasión moral, la disciplina personal, esto es con nuestras propias fuerzas y sin el Espíritu, como tratar de convertir la planta recién nacida en un roble robusto estirando la corteza, las ramas y el tronco. No se puede ilustrar con este mismo roble en primavera. En algunas de sus ramas hay todavía hojas muertas, secas y crispadas oscuras. Cuando la vida empieza a brotar desde dentro, estas hojas viejas caerán por sí solas, y aparecerán hojas nuevas, verdes, al comienzo, pequeñas, pero ya con forma perfecta, las cuales se irán desarrollando hasta alcanzar madurez completa. De igual manera, cuando el Espíritu y Cristo moran en nosotros nos comunica tal poder y vida que los pecados viejos, van cayendo uno por uno, y en su lugar nacen virtudes nuevas, claro que pequeñas, pero que van creciendo en forma gradual y segura.
Así pues, la santificación no se consigue co externalidades, con gran derroche de propósitos y voluntad, aparte de la fuente íntima de poder. Antes bien, por medio del Espíritu Santo y de Jesucristo que reinan dentro de nosotros, hallaremos un poder que no tiene el no cristiano, el mismo poder divino. ‘De su interior’, dijo Jesús, ‘correrán ríos de agua viva’ (Jun. 7: 38). Ahí está el secreto del poder del triunfo, el camino del éxito cristiano.
Ahora bien, debemos estar sobre aviso en contra de un posible error. Quizá alguien dirá que ya el triunfo sólo se consigue pro medio del Espíritu Santo, debemos de dejárselo todo a El. No deberíamos esforzarnos en absoluto por derrotar el pecado. Como alguien ha dicho, deberíamos dejar que Cristo se apodere de nuestra personalidad y limitándonos nosotros a ‘quedarnos quietos’. ‘No debemos tratar de no pecar’, porque esto nos conducirá a la derrota. Debemos alcanzar un triunfo sin esfuerzo, permaneciendo pasivos.
Esta enseñanza no es bíblica, y además, es peligrosa. Es cierto que sin Cristo y el Espíritu el triunfo no es posible. Deben morar dentro de nosotros. Pero al mismo tiempo toda la Escritura clama y exige acción de nuestra parte. La obra del Espíritu Santo no hace innecesaria nuestra actividad.
En al regeneración, el cristiano está totalmente pasivo. Nada puede hacer al respecto, simplemente nace: no coopera en su propio nacimiento. Al igual que le bebé, el cristiano no contribuye en nada. Pero en la santificación hay un aspecto adicional. El hombre es pasivo y activo a la vez. Claro está que es el Espíritu Santo el que actúa en forma soberana en la viada del creyente, en el área subconsciente de la misma en el corazón, de manera que el hombre está absolutamente pasivo en esta operación. El hombre no controla al Espíritu O A Cristo, sino que la vida de éstos fluye hasta él, presidiendo de la actividad de este último. El hombre está completamente pasivo en este aspecto de la santificación.
Pero al mismo tiempo, el hombre está muy activo, no en la recepción de la vida espiritual sino en la realización de esta vida que el Espíritu Santo le da. No se le trata como al reloj, al que damos cuerda y luego dejamos sobre la mesa para siga caminando por sí mismo. Porque el hombre posee voluntad, emociones, e intelecto, elementos que el reloj no posee. Cuando el Espíritu Santifica al hombre, respecta estas facultades, las utiliza y hace que entren en acción. En consecuencia la santificación es una obra pasiva y activa a la vez. Es tanto gracia como deber: gracia por la que el Espíritu se comunica soberanamente a aquellos que lo reciben en forma pasiva, y deber en cuanto que una vez recibido el Espíritu, los que lo reciben son llamados a la acción.
Es cierto que no actuamos con nuestro propio poder, sino sólo en tanto en cuanto el Espíritu no da gratuitamente poder y capacidad para actuar. No es como si el Espíritu actuara parcialmente en nosotros, poniéndonos en movimiento para que hagamos el resto. Antes bien, Dios actúa ciento por ciento en todo lo que hacemos, y nosotros actuamos ciento por ciento en todo lo que hacemos. Porque el Espíritu Santo actúa en nosotros, nosotros podemos actuar. El más mínimo acto ético que realizamos, ya sea resistir a una tentación, hace algo bueno, o creer en Jesucristo, lo hacemos sólo porque el Espíritu Santo nos capacita para ello. Sin embargo, por cierto que esto sea nuestra obligación solemne es esforzarnos lo más que podamos. No podemos ‘quedarnos quietos`, ‘dejar que El lo haga todo’, y buscar un triunfo sin esfuerzo’. Lo que la Biblia enseña es que si no cuesta, no es bueno.
Si bien el triunfo se logra sólo por medio del Espíritu y Cristo, sin embargo, la Escritura nos estimula constantemente a que nos unamos a la lucha contra el pecado y la necedad que hay que combatirla. Se nos dice: ‘Pelea la buena batalla de la fe’ (1ª Tim. 6: 12); Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las acechanzas del diablo, porque no tenemos lucha contra sangre y carne’. (Efe. 6: 11-12); ‘Así que hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, y santo, agradable a Dios. No os conforméis a este siglo’ (Rom. 12: 1-2); ‘Limpiémonos de todo peso, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante’ (Heb. 12: 1); y ‘corred de tal manera que lo obtengáis’ (1ª Cor. 9: 24). Se podría seguir la enumeración repetitiva, citando texto tras texto con exhortaciones al cristiano para que se esfuerce en su ser perfecto como lo es su Padre celestial. Todos estos pasajes bíblicos señalan el hecho de que el cristiano debe actuar, debe hacer algo. En otras palabras, hay un aspecto muy activo en la santificación.
Quizá no hay otro pasaje que muestre la relación del aspecto activo con el pasivo en una forma más clara que Filipenses 2: 12-13. Ahí Pablo no dice: Estad quietos; estad pasivos como lo está la arcilla en manos del alfarero: no hagáis nada, no tratéis, dejad que el Espíritu lo haga todo. ‘Por el contrario, en forma enfática y diáfana dice: ‘Ocupaos’. ‘Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor’. Esto se refiere al aspecto activo de la santificación, al deber y responsabilidad del cristiano. Pablo exhorta a los Filipenses a que hagan todos los esfuerzos posibles para santificarse. Los Filipenses no pueden responder: dejémoselo a Dios; él lo hará todo; nosotros no haremos nada. Antes bien, Pablo les manda que hagan todo el esfuerzo posible.
Pero de inmediato sigue el aspecto pasivo, cuando Pablo agrega. ‘Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad’. Sí ¡ocupaos! Haced todo el esfuerzo que podáis; esforzaos con todo lo que tenéis. Es vuestra responsabilidad. Pero ¡recordad! Que es Dios quien está actuando dentro de nosotros, tanto en el querer como en el hacer por su buena voluntad.
Esta es la combinación bíblica, y este es el secreto del éxito. Si un aspecto se prescinde del otro, el resultado es el fracaso. Si actuamos sin el Espíritu, nos llenaremos de frustración. Por otra parte, si se lo dejamos todo al Espíritu y no actuamos, también fracasaremos. Pero combinemos al Espíritu con la acción; entonces el triunfo será nuestro. El secreto de una vida santa se encuentra en esta combinación. Con ella el cristiano puede triunfar.
Sin pretender ser exhaustivo, nos gustaría sugerir tres pasos concretos y prácticos que el cristiano puede dar (solamente con la gracia del Espíritu desde luego) y que lo ayudaran a acelerar el triunfo final.
LO PRIMERO, es orar pidiendo una presencia más plena del Espíritu Santo y de Cristo en su viada. Si bien es verdad que el Espíritu nos hace orar en fe para pedir su presencia y la de Cristo, es un axioma bíblico que cuanto más buscamos por fe su presencia en nosotros, tanto más vendrán a nuestras vidas. Porque la fe es el medio de apropiarse del Espíritu y de Cristo, lo mismo que la mano es el medio por lo cual nos apropiamos del pan físico para nuestros cuerpos. Jesús dijo: ‘El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrían ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él. (Jun. 7: 38-39). Pablo pidió para los Efesios, que habite ‘Cristo por la fe en vuestros corazones’ (Efe. 3: 17). A los Gálatas les dijo que Cristo moraba dentro de él, y que vivía en Cristo por fe (Gál. 2: 20). Así pues, la fe es la llave para que Cristo y el Espíritu Santo más plenamente en nosotros y en consecuencia, recibamos poder sobre el pecado. Debemos orar en fe para que el Espíritu more cada vez más en nuestra vida, y lo conseguiremos.
Debemos recordar que la oración no es simplemente una expresión piadosa de devoción y agradecimiento a Dios, sino también un medio para alcanzar poder. Se requiere siempre, sin embrago orar correctamente. Es necesario perseverar, por ejemplo, acudir a Dios una y otra vez con la misma petición. También es esencial acudir a Él creyendo y esperando que responderá a nuestras oraciones, y no simplemente deseando una respuesta, pensando al mismo tiempo que Dios quizá no la conceda. Esto no es fe. La fe se compone de confianza  tanto como de conocimiento. No solo debemos saber que Dios puede darnos una presencia más plena del Espíritu y de Cristo; debemos también confiar en que lo hará. Cuando acudimos a Él con esta expectación y confianza, hallaremos que Dios quien gusta de otorgar sus dones buenos y santos, nos dará esta presencia más plena. Esto significará, a su vez, que triunfaremos cada vez más sobre el pecado. Lo que debemos hacer pues, en primer lugar, para triunfar sobre el pecado, es pedir en fe una presencia más plena de Cristo y del Espíritu Santo.
UN SEGUNDO, medio muy importante que debemos practicar, si queremos triunfar, es la meditación privada sobre la Palabra de Dios. Excepto cuando se trata de párvulos, el Espíritu Santo no actúa aparte de la Palabra. ¿Cómo podemos esperar ser Santos y hacer la voluntad de Dios si descuidamos los medios de la gracia que Dios nos ha dado y leemos pocas veces el único Libro que nos muestra lo que es la Santidad? En la Biblia vemos nuestro ejemplo de santidad, de Jesucristo. Encontramos instrucciones escritas, ya explicitas ya explicitas para nuestra vida. Si hemos de conformarnos a la imagen de del Hijo, entonces debemos conocer íntimamente lo que la Biblia nos dice de Él. Si hemos de guardar todos los preceptos de Dios, tal como se expresan en cada una de las páginas de la Biblia, entonces hay que leerlos. No podemos esperar perezosamente que el Espíritu nos revele en forma milagrosa, lo que ya ha revelado. No nos debemos saturar con esa Palabra, porque el Espíritu actúa por medio de ella. Al alimentarnos de esa Palabra, e4l Espíritu actuará dentro de nosotros, haciéndonos crecer en santidad. Jesús enseño claramente que somos santificados por la verdad (Jun. 17: 17). Pedro lo confirmó cuando dijo: Desead, la leche espiritual no adulterada, para que por crezcáis para salvación (1ª Ped. 2: 2). La segunda acción concreta, pues que nos permitirá triunfar sobre el pecado que queda en nosotros en la meditación personal y esmerada en la Palabra.
Finalmente, el cristiano que busca una viada más santa será fiel en el culto público. A través de la predicación fiel y autorizada de la Palabra, el Espíritu Santo le hablará, le convencerá de pecado y le guiará a la santidad. En la administración de los sacramentos, verá también renovada su fe.
Supongamos, por ejemplo, que el pastor predica acerca de la santificación, y que algunos de sus feligreses que están debatiéndose con algunos pecados, no han venido a la iglesia sino que se han quedado en casa. Han perdido entonces esta proclamación oficial de la Palabra de Dios acerca de su mismo Problema, y en consecuencia no crecerán tanto como hubieran podido hacerlo. El Espíritu Santo actúa por medio de la exposición oficial de la Palabra. Por ello, el cristiano que desea ser santo será diligente en asistir a los servicios de adoración en la iglesia local.
Por estos senderos nos dirige la Biblia hacia el triunfo sobre el pecado, sobre cualquier pecado que pueda haber en nuestra vida, ya sea la ira, la impaciencia, el odio, la envidia, el deseo sexual, la borrachera, la falta de amor a Dios, o a cualquier otro pecado. La santificación es una acción doble. Ante todo, es ciento por ciento la obra de Dios. Debemos experimentar por medio de su gracia soberana, la presencia del Espíritu Santo. Sin Él no podemos hacer absolutamente nada; estamos condenados al fracaso. Con Él lo podemos todo. Posemos una fuente de poder divino que puede triunfar sobre el pecado.
En segundo lugar, la santificación se consigue por medio de la acción constante y decidida del hombre. Este debe por la gracia de Dios, esforzarse lo más posible por alcanzar la perfección.

Si se une estos dos elementos, la acción de Dios y la acción del hombre, el resultado será el triunfo sobre el.