SEGUNDA PARTE: DOCTRINA DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA COMO UN TODO

A. SE REQUIERE DE UN TRATO CUIDADOSO

“Que también nos dio su Espíritu Santo”.- 1 Ts. 4. 8
No hay mayor necesidad de orientación divina para una persona, que cuando se compromete a enseñar acerca de la obra del Espíritu Santo - el tema es tan indescriptiblemente sensible, que toca los secretos íntimos de Dios y los misterios más profundos del alma.
Instintivamente, protegemos las intimidades de nuestra familia y amigos, de la observación entrometida; y nada hiere más al corazón sensible, que la exposición grosera de aquello que no debiera ser revelado, y que sólo resulta bello en el retiro del círculo familiar. Aun mayor delicadeza es apropiada para el acercamiento al santo misterio de la intimidad de nuestra alma con el Dios viviente. De hecho, apenas es posible encontrar palabras para expresarla, pues toca un ámbito que se encuentra muy por debajo de la vida social donde el lenguaje se forma y el uso determina el significado de las palabras.
Destellos de esta vida han sido revelados, pero la mayor parte se ha mantenido oculta. Es como la vida de Aquel que no gritó, ni se alzó, ni causó que Su voz fuera oída en la calle. Y aquello que se escuchó fue más bien susurrado, no hablado- un aliento del alma, suave pero sin voz, o más bien, una radiación del santo calor del alma misma. A veces, un clamor o un grito arrebatado rompen la quietud; pero, principalmente, ha sido un trabajo silencioso, la administración de un reproche severo o dulce consuelo, dada por ese maravilloso Ser de la Santísima Trinidad a quien con lengua tartamuda adoramos bajo el nombre de Espíritu Santo.
La experiencia espiritual no puede proporcionar base alguna para la enseñanza, debido a que tal experiencia se basa en lo que tuvo lugar en nuestra propia alma. Ciertamente, tiene valor, influencia y voz en el asunto. Pero, ¿qué garantiza exactitud y fidelidad en la interpretación de dicha experiencia? Y nuevamente, ¿cómo podemos distinguir sus diversas fuentes- de nosotros mismos, desde fuera, o del Espíritu Santo? La doble interrogante siempre sostendrá:
¿Comparten otros nuestra experiencia, y puede ésta no ser afectada negativamente por lo que es pecaminoso y espiritualmente anormal en nosotros?
Aunque no existe una materia, en cuyo trato más se incline el alma a recurrir a su propia experiencia, no existe ninguna que exija más que ésta, que nuestra única fuente de conocimiento sea la Palabra que nos fue dada por el Espíritu Santo. Luego de ello, la experiencia humana puede ser tomada en cuenta, dando fe de lo que los labios han confesado; incluso permitiendo vislumbres de los santos misterios del Espíritu, los que son indescriptibles, y por lo tanto de los cuales, las Escrituras no hablan. Pero esto no puede ser el terreno de enseñanza a otros.
Ciertamente, la Iglesia de Cristo presenta abundante expresión espiritual en relación a himnos y canciones espirituales, a homilías, exhortación y consolación; a confesión moderada de los estallidos de almas casi abrumadas por las avalanchas de persecución y martirio. Pero aun nada de esto puede ser la base del conocimiento sobre la obra del Espíritu Santo.
Las siguientes razones harán esto evidente:
EN PRIMER LUGAR, se presenta la dificultad de discriminar entre los hombres y mujeres cuya experiencia se considera pura y saludable, y aquellos cuyos testimonios son dejados de lado, por considerarse tensos y poco saludables. Lutero, a menudo habló de su experiencia, al igual como lo hizo Caspar Schwenkfeld, el peligroso fanático. Pero, ¿cuál es nuestra garantía para aprobar las declaraciones del gran Reformador, y alertar en contra de las del noble Silesiano?
Pues evidentemente, no puede ser igualmente verdadero el testimonio de ambos hombres.
Lutero condenó como mentira, lo que Schwenkfeld elogió como un gran logro espiritual.
EN SEGUNDO LUGAR, el testimonio de los creyentes presenta sólo un tenue esbozo de la obra del Espíritu Santo. Sus voces son débiles como si procedieran de un ámbito desconocido, y su destrozado discurso es sólo inteligible cuando nosotros, iniciados por el Espíritu Santo, podemos interpretarlo desde nuestra propia experiencia. De otro modo, oímos, pero no logramos entender; escuchamos, pero no recibimos información. Sólo el que tiene oídos puede oír lo que el Espíritu ha hablado secretamente a los hijos de Dios.
EN TERCER LUGAR, de entre aquellos héroes Cristianos cuyos testimonios recibimos, algunos hablan con claridad, con sinceridad y en forma contundente; otros hablan confusamente, como si se encontraran a tientas en la oscuridad. ¿De dónde viene la diferencia? Un examen más minucioso revela que los primeros han tomado todo su discurso de la Palabra de Dios, mientras que los otros, trataron de añadirle algo novedoso que prometía ser importante, pero que demostró ser sólo burbujas, que se revientan rápidamente, sin dejar rastros.
POR ÚLTIMO, cuando en esta antología del testimonio Cristiano, encontramos en cambio alguna verdad mejor desarrollada, más claramente expresada o más acertadamente ilustrada que en las Escrituras; o, en otras palabras, cuando el mineral de la Sagrada Escritura ha sido fundido en el crisol de la angustia mortal de la Iglesia de Dios, y se ha moldeado en formas más permanentes, entonces siempre se descubren determinados tipos rígidos en esas formas.
La vida espiritual se expresa a sí misma de modo distinto entre los vehementes Samis y los nativos de Finlandia, que entre los desenfadados franceses. El fuerte escocés derrama su corazón desbordante de una manera diferente a la del emocional alemán.
Sí, en forma aun más sorprendente, cierto predicador ha tenido una marcada influencia sobre las almas de los hombres de una determinada localidad; un exhortador se ha aferrado de los corazones de la gente; o una madre en Israel ha arrojado su palabra entre sus vecinos; y ¿qué descubrimos? Que en toda esa región no encontramos otras expresiones de vida espiritual más allá de las acuñadas por ese predicador, ese exhortador, esa madre en Israel. Esto demuestra que el lenguaje, las propias palabras y formas en las que el alma se expresa a sí misma son, en gran medida, adoptadas; y rara vez surgen de la propia conciencia espiritual y, por lo tanto, no aseguran la exactitud con que interpretan la experiencia del alma.
Y cuando héroes tales como San Agustín, Thomas, Lutero, Calvino y otros, nos presentan algo sorprendentemente original, nos vemos en dificultades para comprender sus firmes y vigorosos testimonios. Pues la particularidad de estas selectas vasijas es tan marcada, que a menos que sean escudriñadas y examinadas, no podemos comprenderlas plenamente.
Todo esto, demuestra que la provisión de conocimiento concerniente a la obra del Espíritu Santo, que cuando es juzgada superficialmente parece indicar que brotaría indefinidamente de los profundos pozos de la experiencia Cristiana, no entrega más que unas pocas gotas.
Por lo tanto, para el conocimiento del tema debemos volver a la maravillosa Palabra de Dios, que como misterio de misterios, yace aun incomprendida en la Iglesia, aparentemente muerta como una piedra, pero una piedra que enciende el fuego. ¿Quién no ha visto sus brillantes chispas? ¿Dónde está el hijo de Dios cuyo corazón no ha sido encendido por el fuego de esa Palabra?
Pero la Escritura arroja escasa luz sobre la obra del Espíritu Santo. Como prueba, vea cuánto dice el Antiguo Testamento sobre el Mesías y, comparativamente, cuán poco sobre el Espíritu Santo. El pequeño círculo de los santos, María, Simeón, Ana, Juan, quienes, desde el umbral del Nuevo Testamento pudieron explorar, con una sola mirada, el horizonte de la revelación del Antiguo Testamento - cuánto sabían sobre la Persona del Libertador Prometido, ¡y cuán poco sobre el Espíritu Santo! Aun considerando todas las enseñanzas del Nuevo Testamento, ¡cuán escasa es la luz sobre la obra del Espíritu Santo, en comparación con la que existe sobre la obra de Cristo!
Y esto resulta muy natural, y no podría ser de otra manera, pues Cristo es el Verbo hecho Carne y tiene forma visible, bien definida, en la que reconocemos la nuestra, la del hombre, cuyo perfil sigue la dirección de nuestro propio ser. Cristo puede ser visto y oído; hubo una vez, cuando las manos de los hombres pudieron incluso tocar la Palabra de Vida. Pero el Espíritu Santo es totalmente diferente. Nada de lo Suyo aparece en forma visible; Él nunca se asoma fuera del vacío intangible. Suspendido, indefinido, incomprensible, permanece como un misterio. ¡Él es como el viento! Oímos su sonido, pero no podemos decir de dónde viene ni hacia dónde va. Ojo no puede verlo, oído no puede oírlo, y mucho menos, la mano puede tocarlo. Existen, ciertamente, señales y apariencias simbólicas: una paloma, lenguas de fuego, el sonido de una ráfaga de viento poderosa, la respiración de los santos labios de Jesús, una imposición de manos, un hablar en otras lenguas.
Pero de todo esto nada queda, nada perdura, ni siquiera el rastro de una huella. Y luego de que las señales han desaparecido, Su ser sigue siendo tan extraño, misterioso y distante como siempre. Por lo tanto, casi toda la enseñanza divina relativa al Espíritu Santo es, de igual modo, poco clara; sólo inteligible en la medida en que Él la hace clara frente al ojo del alma favorecida.
Sabemos que lo mismo puede decirse de la obra de Cristo, cuya verdadera importancia es comprendida únicamente por los espiritualmente preparados, los que contemplan las maravillas eternas de la Cruz. Y, sin embargo, cuán maravillosa fascinación existe, incluso, para un pequeño niño, en la historia del pesebre en Belén, la de la Transfiguración, la de Gábata y el Gólgota. Cuán fácilmente podemos interesarlo contándole sobre el Padre celestial, Quien enumera los cabellos de su cabeza, engalana los lirios del campo y alimenta los gorriones sobre el tejado. Pero, ¿resulta entonces posible, llamar su atención hacia la Persona del Espíritu Santo?
Lo mismo puede decirse de aquellos no renovados espiritualmente: no se oponen a hablar sobre el Padre celestial; muchos hablan con honda emoción sobre el Pesebre y la Cruz. Pero, ¿hablan ellos alguna vez del Espíritu Santo? No pueden hacerlo, pues este tema no tiene control sobre ellos. El Espíritu de Dios es tan sagradamente sensible, que se retrae naturalmente de la irreverente mirada de quienes lo desconocen.
Cristo se ha revelado plenamente a sí mismo. Ese fue el amor y la compasión divina del Hijo. Pero el Espíritu Santo no lo ha hecho. Es Su fidelidad salvadora reunirse con nosotros sólo en el lugar secreto de Su amor.
Esto causa una nueva dificultad. Debido a Su carácter no revelado, la Iglesia ha enseñado y estudiado la obra del Espíritu mucho menos que la de Cristo, y ha alcanzado mucha menor claridad en su discusión teológica. Podríamos decir, debido a que Él ha entregado la Palabra e iluminado a la Iglesia, que habló mucho más acerca del Padre y del Hijo, que de Sí mismo; no como si hubiera resultado egoísta hablar más sobre Sí mismo- pues el egoísmo pecaminoso resulta inconcebible en relación a Él- sino que debía revelar al Padre y al Hijo antes de que pudiera guiarnos hacia una comunión más íntima con Él.
Esta es la razón por la que se predica tan poco sobre el tema, por la que los libros de texto sobre Teología Sistemática raramente lo tratan por separado; por la que Pentecostés (la fiesta del Espíritu Santo) atrae y anima a las iglesias mucho menos que la Navidad o la Pascua; por la que lamentablemente muchos ministros, que de otro modo serían fieles, promueven muchas visiones erróneas sobre este tema - un hecho del cual ellos y las iglesias parecen estar inconscientes.
Por lo tanto, merece nuestra atención llevar a cabo una discusión especial sobre el tema.
No es necesario decir que requiere gran cautela y trato delicado. Es nuestra oración que la discusión pueda poner de manifiesto el gran nivel de cuidado y cautela que se requiere, y que nuestros lectores Cristianos puedan recibir nuestros débiles esfuerzos con ese amor que es paciente.

B. DOS PUNTOS DE VISTA

“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”.- Salmos 33. 6
La obra del Espíritu Santo que concentra más nuestra atención, es la renovación de los elegidos a la imagen de Dios. Y esto no es todo. Sabe, incluso, a egoísmo e irreverencia hacer esto tan sobresaliente, como si se tratara de Su única obra.
Los redimidos no pueden ser santificados sin Cristo, Quien es hecho santificación para ellos; por lo tanto, la obra del Espíritu debe abarcar la Encarnación del Verbo y la obra del Mesías.
Pero la obra del Mesías involucra una obra de preparación en los Patriarcas y Profetas de Israel, y más tarde, actividad en los Apóstoles, esto es, los presagios de la Eterna Palabra en las Escrituras. Así mismo, esta revelación involucra las condiciones de la naturaleza del hombre y el desarrollo histórico de la raza; por lo tanto, al Espíritu Santo le conciernen la formación de la mente humana y el desarrollo del espíritu de la humanidad. Por último, la condición del hombre depende de la de la tierra: las influencias del sol, la luna y las estrellas; los movimientos elementales; y no en menor medida, en las acciones de los espíritus, ya sean estos ángeles, o demonios de otras esferas. Por tanto, la obra del Espíritu debe alcanzar a la totalidad de las huestes del cielo y la tierra.
Para evitar una idea mecánica de Su obra, como si comenzara y terminara al azar, como un trabajo por pieza en una fábrica, no debe ser determinado ni limitado hasta que se extienda a todas las influencias que afectan la santificación de la Iglesia. El Espíritu Santo es Dios, por ende, soberano; consecuentemente, no puede depender de estas influencias, sino que las controla por completo. Para ello, Él debe ser capaz de operarlas; de modo que Su obra debe ser honrada en todas las huestes del cielo, en el hombre y en su historia, en la preparación de las Escrituras, en la Encarnación del Verbo y en la salvación de los escogidos.
Pero esto no es todo. La salvación final de los escogidos no es el último eslabón en la cadena de los acontecimientos. La hora en que se complete su rescate será la hora del juicio final para toda la creación. La revelación Bíblica del regreso de Cristo no es un mero desfile que da cierre a esta dispensa preliminar, sino el evento grandioso y notable, la consumación de todo lo previo, la catástrofe a través de la cual todo lo que existe recibirá lo que merece.
En ese día grande y notable, los elementos se combinarán con conmoción e imponente cambio, formando una tierra y un cielo nuevos, esto es, que de estos elementos en llamas surgirá la verdadera belleza y la gloria del propósito original de Dios. Entonces, toda enfermedad, miseria, plaga, todo lo impío, todo demonio, todo espíritu que se volvió en contra de Dios, se volverá verdaderamente infernal, y todo lo malvado recibirá lo que merece, es decir, un mundo en el cual el pecado ejerce dominio absoluto. Porque, ¿qué es el infierno sino un reino en el que lo profano opera en cuerpo y alma sin ninguna restricción? Entonces, la personalidad del hombre recuperará la unidad destruida por la muerte, y Dios concederá a Sus redimidos el cumplimiento de esa bendita esperanza confesada en la tierra, en medio de conflicto y aflicción, en las palabras “Yo creo en la resurrección del cuerpo”.
Entonces, Cristo triunfará sobre todo poder de Satanás, el pecado y la muerte; y así, recibirá lo que le es justo como el Cristo. Entonces, el trigo y la cizaña serán separados, la mezcla llegará a su fin, y la esperanza del pueblo de Dios se convertirá en vista; el mártir estará extasiado y su Verdugo en tormento. Luego, el velo de la Jerusalén celestial será también corrido. Las nubes que nos impidieron ver que Dios era justo en todos Sus juicios se disiparán; entonces, la sabiduría y la gloria de todos Sus consejos serán reivindicadas, tanto por Satanás y los suyos en el abismo, como por Cristo y Sus redimidos en la ciudad de nuestro Dios, y el Señor será glorioso en todas Sus obras.
De este modo, radiante por la santificación de los redimidos, vemos que la obra del Espíritu abarca, en tiempos pasados, la Encarnación, la preparación de las Escrituras y la formación del hombre y del universo; y extendiéndose por las edades, el regreso del Señor, el juicio final, y ese último cataclismo que deberá separar el cielo del infierno para siempre.
Este punto de vista, impide que nuestra forma de ver la obra del Espíritu sea la de la salvación de los redimidos. Nuestro horizonte espiritual se ensancha, pues el asunto principal no es que los escogidos sean completamente salvos, sino que Dios sea justificado en todas Sus obras y glorificado por medio del juicio. Éste debe ser el punto de vista único y verdadero para todos aquellos que reconocen que “el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3. 36).
Si se es partidario de esta poderosa declaración, no habiendo perdido nuestro camino en el laberinto de lo que se denomina una inmortalidad condicional, la que en realidad aniquila al hombre; entonces, ¿cómo se puede soñar con un estado de perfecta dicha para los escogidos, mientras que los perdidos están siendo atormentados por el gusano que no morirá? ¿Es que ya no queda más amor o compasión en nuestros corazones? ¿Podemos imaginarnos a nosotros mismos disfrutando por un solo momento de la dicha del cielo, mientras el fuego no se ha apagado y ninguna antorcha encendida es llevada a la oscuridad exterior?
Hacer que la dicha de los escogidos sea el fin último de todas las cosas, mientras Satanás aún ruge en el abismo insondable, es aniquilar el pensamiento mismo de esa dicha. El amor no sólo sufre cuando un ser humano está en dolor, sino incluso cuando un animal está en peligro; cuánto más cuando un ángel hace crujir sus dientes en la tortura, siendo él tan hermoso y glorioso como lo fue Satanás antes de su caída. Y, sin embargo, la sola mención de Satanás, levanta inconscientemente la carga de nuestros corazones por el dolor, el sufrimiento y la compasión del prójimo, pues sentimos de inmediato que el conocimiento del sufrimiento de Satanás en el abismo no atrae nuestra compasión en lo más mínimo. Por el contrario, creer que Satanás existe, pero que no se encuentra en la miseria absoluta, lastimaría nuestro profundo sentido de justicia.
Y este es el punto: imaginarse la bienaventuranza de un alma que no está en absoluta unión con Cristo, es profana locura. Nadie es bendito sino Cristo, y ningún hombre puede ser bendito, sino el que es substancialmente uno con Cristo- Cristo en él y él en Cristo. De igual modo, es profana locura concebir que hombre o ángel se encuentren perdidos en el infierno, a menos que ellos mismos se hayan identificado con Satanás; habiéndose convertido, desde el punto de vista moral, en uno con él. El concepto de que un alma que no sea moralmente uno con Satanás, se encuentre en el infierno, es la más terrible crueldad de la que todo noble corazón se repliega con horror.
Todo hijo de Dios se encuentra furioso con Satanás. Satanás resulta simplemente insoportable para ellos. En su hombre interior (no importando cuan infiel pueda ser su naturaleza), existe amarga enemistad y odio implacable contra Satanás. Por lo tanto, el saber que Satanás se encuentra en el abismo insondable satisface nuestra conciencia más sagrada. El alentar en nuestro corazón alguna defensa a favor de él, constituiría traición en contra de Dios. La indescriptible profundidad de la caída de Satanás, puede atravesar su alma de una agonía tan intensa como un puñal; sin embargo, como Satanás, autor de todo lo que es demoníaco y diabólico, y quien ha herido el talón del Hijo de Dios, él nunca podrá conmovernos.
¿Por qué? ¿Cuál es la única y profunda razón por la que, en lo que se refiere a Satanás, la compasión está muerta, el odio es correcto, y el amor sería condenable? ¿Es que acaso nunca podemos mirar a Satanás sin recordar que él es el enemigo de nuestro Dios, el enemigo mortal de nuestro Cristo? Si no fuera por ello, podríamos llorar por él. Pero ahora, nuestra lealtad hacia Dios nos dice que ese llanto sería traición en contra de nuestro Rey.
Sólo podemos permanecer en una posición correcta en esta materia si medimos el fin de las cosas por lo que le pertenece a Dios. Sólo podemos observar el tema de los redimidos y de los perdidos desde el punto de vista correcto, cuando los subordinamos a lo que es más alto, esto es, la gloria de Dios. Medido a través de Él, podemos concebir a los redimidos en un estado de dicha, en el trono, pero no en peligro de caer en orgullo; pues fue, y es y siempre será, únicamente por Su gracia soberana. Pero también medido a través de Él, es que podemos pensar en aquellos identificados con Satanás, en tristeza y desgraciados, sin dañar en absoluto el sentido de justicia que se halla en el corazón del recto; pues, para aquel que ama a Dios con amor profundo y eterno, es imposible inclinarse misericordiosamente hacia Satanás. Y ese es el amor de los redimidos.
Considerada desde este punto de vista, tan superior, la obra del Espíritu Santo asume necesariamente un aspecto diferente. Ya no podemos decir que Su obra es la santificación de los escogidos, con todo lo que le precede y le sigue; sino que confesamos que es la reivindicación del consejo de Dios con todo lo que le pertenece, desde la creación y a través de los tiempos, hasta la venida del Señor Jesucristo, y en adelante por toda la eternidad, tanto en el cielo como en el infierno.
La diferencia entre estos dos puntos de vista puede ser comprendida fácilmente. De acuerdo al primero, la obra del Espíritu Santo sólo se encuentra subordinada. Lamentablemente, el hombre se encuentra caído, y por lo tanto, está enfermo. Debido a que es impuro y profano, incluso sujeto a la muerte misma, el Espíritu Santo debe purificarlo y santificarlo. Esto implica, en primer lugar, que si el hombre no hubiera pecado, el Espíritu Santo no habría tenido trabajo que hacer. En segundo lugar, que cuando el trabajo de santificación es acabado, Su acción llega a término. De acuerdo al punto de vista correcto, la obra del Espíritu es continua y eterna, comenzando con la creación, continuando durante toda la eternidad, comenzada incluso antes de que el pecado hiciera su primera aparición.
Se puede objetar que algún tiempo atrás, el autor se opuso enérgicamente a la idea de que Cristo hubiera venido al mundo aun si el pecado no hubiera entrado en él; y que ahora afirma con igual énfasis que el Espíritu Santo hubiera obrado en el mundo y en el hombre, si éste último se hubiera mantenido libre de pecado.
La respuesta es muy simple. Si Cristo no hubiera aparecido en Su calidad de Mesías, como Hijo, la Segunda Persona de la Divinidad, hubiera tenido Su propia esfera de acción divina, ocupándose de que todas las cosas fueran constituidas a través de Él. Por el contrario, si la obra del Espíritu Santo estuviera confinada a la santificación de los redimidos, y si el pecado no hubiera entrado al mundo, Él se encontraría absolutamente inactivo. Y puesto que esto sería equivalente a una negación de Su Divinidad, no puede ser tolerado ni por un momento.
Al ocupar este punto de vista superior respecto de la obra del Espíritu Santo, se le aplica el principio fundamental de las iglesias Reformadas: "Que todas las cosas deben ser medidas por la gloria de Dios".

C. LAS OBRAS QUE MORAN EN EL INTERIOR DE DIOS Y LAS OBRAS EXTERNAS DE DIOS

“Y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”.- Salmos 33. 6
Los teólogos rigurosos y lúcidos de los períodos más florecientes de la Iglesia, solían distinguir entre las obras que moran al interior de Dios y las obras externas de Dios.
La misma distinción existe, en cierta medida, dentro de la naturaleza. El león que observa a su presa, difiere ampliamente del león que está descansando entre sus cachorros. Se pueden observar los ojos centelleantes, la cabeza levantada, los músculos tensos y la respiración jadeante. Se puede ver que el león está al acecho, esforzándose intensamente. Sin embargo, el acto se encuentra sólo en fase de contemplación. El calor, la agitación y la tensión nerviosa, ocurren todos por dentro. Una acción terrible está a punto de ocurrir, pero está aún bajo control, hasta que él se abalanza con un rugido estruendoso sobre su víctima desprevenida, enterrando sus colmillos profundamente en la carne temblorosa.
Encontramos la misma diferencia entre los hombres, aunque en una forma más sutil. Cuando una tormenta ha causado estragos en el mar, y el destino de los barcos de pesca que se espera que regresen con la marea, es aún incierto, la esposa de un pescador, atemorizada, se sienta en la cima de una duna observando y esperando, enmudecida y en suspenso.
Mientras espera, su corazón y su alma se esfuerzan arduamente, elevando una oración; los nervios están tensos, la sangre corre rápido, y la respiración se encuentra casi suspendida. Sin embargo, no ocurre ningún acto externo, sino sólo arduo trabajo en su interior. Pero luego del regreso seguro de los barcos de pesca, cuando ella distingue el suyo, emite un grito de gozo que alivia su sobrecargado corazón.
O bien, tomando ejemplos de las más comunes condiciones de la vida, compare al estudiante; el becario; el inventor, ideando su nuevo invento; el arquitecto, creando sus planes; el general, estudiando sus oportunidades; el fornido marinero, escalando ágilmente el mástil de su embarcación; o aquel herrero, elevando el mazo para golpear el hierro encendido sobre el yunque, con concentrada fuerza muscular. Al juzgar superficialmente, se podría decir que el herrero y el marinero están trabajando, pero que los hombres eruditos se encuentran ociosos.
Sin embargo, aquel que mira bajo la superficie, conoce que la situación no es lo que parece.
Pues, aunque esos hombres no realizan ningún trabajo manual aparente, trabajan con el cerebro, los nervios y la sangre; sin embargo, dado que esos órganos son más delicados que una mano o un pie, su obra interna, invisible, es mucho más agotadora. Con todo su esfuerzo, el herrero y el marinero son imágenes de salud; mientras que los hombres que están haciendo trabajo mental, aunque aparentemente ociosos entre sus pliegos de papel, están pálidos de agotamiento, y su vitalidad está siendo casi consumida por su uso intenso.
Al aplicar esta distinción a las obras del Señor, sin sus limitaciones humanas, nos encontramos con que las obras externas de Dios tuvieron su comienzo cuando Dios creó los cielos y la tierra, y que antes de ese momento, que marca el nacimiento del tiempo, no existía nada, sino sólo Dios trabajando dentro de Sí mismo. De aquí esta doble operación: La primera, manifiesta externamente, conocida para nosotros en los actos de crear, sostener, y dirigir todas las cosas y actos que, en comparación con los de la eternidad, no parecen haber comenzado sino ayer, pues, ¿qué son miles de años en la presencia de eras eternas? La segunda, tras y bajo la primera- una operación no iniciada ni terminada, pero eterna como Él mismo; más profunda, más rica, más completa; sin embargo, no manifiesta, oculta en Su interior, y que por tanto se denomina Su obra interna.
A pesar de que apenas se puede separar ambas operaciones- pues nunca hubo una manifiesta sin que primero se completara internamente- aun así la diferencia es fuertemente marcada y fácilmente reconocible. Las obras que moran al interior de Dios provienen de la eternidad, mientras que las obras externas pertenecen al tiempo. Las primeras preceden, las últimas, siguen. Los fundamentos de lo que se vuelve visible, yace en aquello que permanece invisible.
La luz misma está oculta, es sólo la radiación la que aparece.
En relación a las obras que moran al interior de Dios, las Escrituras dicen: “El consejo de
Jehová permanecerá para siempre; Los pensamientos de su corazón por todas las generaciones”. (Salmos 33. 11). Dado que en Dios, el corazón y el pensamiento no tienen existencia por separado, sino que Su Esencia íntegra piensa, siente, y desea, de este importante pasaje se aprende que el Ser de Dios obra en Sí mismo desde toda la eternidad.
Esto responde a la tan reiterada y necia pregunta, “¿Qué hizo Dios antes de que creara el universo?”, ¡la cual es tan irracional como preguntar qué hizo el pensador antes de que expresara sus pensamientos, o el arquitecto antes de que construyera la casa!
Las obras que moran al interior de Dios, las cuales provienen de lo eterno y van hacia lo eterno, no son insignificantes, sino que superan Sus obras externas en profundidad y fuerza, así como el pensamiento del estudiante y la angustia del que sufre superan en intensidad sus expresiones más fuertes. “Si pudiera llorar”, dice el afligido, “¡cuánto más fácilmente podría soportar mi dolor!” ¿Y qué son las lágrimas, sino la expresión exterior del dolor, que alivia la pena y la tensión del corazón? O se podría pensar en la maternidad de una madre antes del parto. Se dice que el decreto ha “tenido efecto” (Sof. 2. 2); lo que significa que el fenómeno es sólo el resultado de una preparación que ha sido oculta a la vista, pero más real que la producción, y sin la cual no habría nada para dar a luz.
Así pues, la expresión de nuestros primeros teólogos está justificada, y la diferencia entre las obras que moran al interior y las obras externas, es patente.
En consecuencia, las obras que moran al interior de Dios, son las actividades de Su Ser sin distinción de las Personas, mientras que Sus obras externas, admiten, y en cierta medida exigen la distinción: por ejemplo, que la común y bien conocida distinción de la obra del Padre, como la de creación, la del Hijo, como la de redención, y la del Espíritu Santo, como la de santificación; se refiere únicamente a las obras externas de Dios. Aunque estas acciones de la creación, redención y santificación- se ocultan en los pensamientos de Su corazón, Su consejo y Su Ser; es Padre, Hijo y Espíritu Santo quien crea Padre, Hijo y Espíritu Santo quien redime; Padre, Hijo y Espíritu Santo quien santifica; sin ningún tipo de división ni distinción de actividades. Los rayos de luz que se encuentran ocultos en el sol, son indivisibles e indistinguibles hasta que irradian; así mismo, el obrar interno del Ser de Dios, es uno y un todo; Sus glorias personales permanecen invisibles hasta que son reveladas en Sus obras externas.
Una corriente de agua es un todo, hasta que cae sobre el precipicio y se divide en múltiples gotas. Así es la vida de Dios, única e indivisible mientras se encuentra oculta dentro de Sí mismo; pero cuando se derrama en las cosas creadas, sus colores se muestran revelados.
Cómo entonces, las obras que moran al interior del Espíritu Santo son comunes a las tres Personas de la Divinidad, no lo discutiremos, sino sólo trataremos aquellas acciones que lleven las marcas personales de Sus obras externas.
Sin embargo, no se pretende enseñar que la distinción de los atributos personales de Padre, Hijo y Espíritu Santo, no existía en el Ser divino, sino que se originaba sólo en Sus actividades hacia el exterior.
La distinción de Padre, Hijo y Espíritu Santo es la característica divina del Ser Eterno, Su modo de subsistencia, Sus fundamentos más profundos; sería absurdo pensar en Él sin esa distinción. De hecho, en la economía divina y eterna del Padre, Hijo y Espíritu Santo, cada una de las Personas divinas vive, ama y alaba según Sus propias características personales, de modo que el Padre permanece siendo Padre hacia el Hijo, y el Hijo permanece siendo Hijo hacia el Padre, y el Espíritu Santo procede de ambos.
Es correcto preguntar de qué manera esto concuerda con la declaración hecha anteriormente, en relación a que las obras que moran al interior de Dios pertenecen, sin distinción de Personas, al Padre, Hijo y Espíritu Santo; y son, por lo tanto, las obras del Ser divino. La respuesta se encuentra en la cuidadosa distinción de la doble naturaleza de las obras que moran al interior de Dios.
En el Ser divino, algunas acciones están destinadas a ser reveladas en el tiempo; otras, permanecerán para siempre no reveladas. Las primeras son concernientes a la creación; las últimas, son sólo concernientes a las relaciones de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se puede tomar, por ejemplo, la elección y la creación eterna. Ambas son obras que moran al interior de Dios, pero con marcada diferencia. La creación eterna del Hijo realizada por el Padre, jamás podrá ser revelada, sino que será el misterio eterno de la Divinidad; mientras que la elección pertenece como decreto a las obras que moran al interior de Dios; sin embargo, está destinada a hacerse manifiesta en la plenitud de los tiempos, en el llamado de los escogidos.
En cuanto a las obras que moran permanentemente al interior de Dios, que no se relacionan a la criatura, sino que fluyen de la relación mutua del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; se debe mantener la atención en las características distintivas de las tres Personas. Pero con las que han de hacerse manifiestas, en relación con la criatura, esta distinción desaparece. Aquí se aplica la regla de que todas las obras que moran al interior, son actividades del Ser Divino, sin distinción de Personas.
A fin de ilustrar: En el hogar existen dos tipos de actividades, una se deriva de la relación mutua de los padres y los hijos, y la otra es relativa a la vida social. En la primera, nunca se ignora la distinción entre padres e hijos; en la última, y si la relación es normal, ni el padre ni sus hijos actúan en forma separada, sino que actúa la familia como un todo. Aún así, en la santa y misteriosa economía del Ser divino, cada acción del Padre sobre el Hijo, y de ambos sobre el Espíritu Santo, es distinta; pero en todo acto externo se trata siempre del único Ser divino, de quien los pensamientos de Su corazón son para todas Sus criaturas.
Por esa razón, el hombre natural no conoce más, sino sólo que tiene que ver con un Dios.
Los Unitarios, negando la Santísima Trinidad, nunca han alcanzado algo más elevado que aquello que puede ser visto por la luz del oscurecido entendimiento humano. A menudo se descubre que muchos bautizados con agua, pero no con el Espíritu Santo, hablan del Dios Trino sólo porque otros lo hacen. Sólo saben que Él es Dios. Esta es la razón por la cual el conocimiento discriminatorio del Dios Trino no puede iluminar el alma hasta que la luz de la redención brille por dentro, y la Estrella de la mañana se levante en el corazón del hombre.
Nuestra Confesión lo expresa correctamente, diciendo: “Todo esto lo sabemos tanto por el testimonio de la Sagrada Escritura como por sus acciones, y principalmente por aquellos que sentimos en nuestro interior,” (art. IX).

D. LA OBRA DEL ESPÍRITU SANTO DIFERENCIADA

“Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”.- Gn. 1. 2
¿Cuál es, en general, la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo?
No se trata de que cada creyente necesite conocer estas diferencias en todos sus detalles. La existencia de fe no depende de distinciones intelectuales. La interrogante principal no es si podemos distinguir la obra del Padre de la del Hijo y de la del Espíritu Santo, sino, si hemos experimentado sus misericordiosas acciones. Lo que decide es el fondo del asunto, no su nombre.
¿Entonces debemos dar poco valor a una comprensión clara de las cosas sagradas? ¿La consideraremos superflua y calificaremos sus grandes asuntos como sutilezas? De ninguna manera. La mente humana investiga cada sección de la vida. Los científicos consideran un honor el pasar sus vidas en el análisis de las más pequeñas plantas e insectos, describiendo cada detalle, nombrando cada miembro del organismo seccionado. Su trabajo nunca es llamado “una sutileza”, sino que es distinguido como “investigación científica”. Y con razón, ya que sin diferenciación no puede haber comprensión, y sin comprensión no puede haber un conocimiento minucioso del tema. ¿Por qué, entonces, calificar este mismo deseo como no rentable, cuando en vez de dirigir la atención a la criatura, lo hace al Señor Dios nuestro Creador?
¿Puede existir algún objeto más digno de diligencia mental que el Dios eterno? ¿Es correcto y adecuado, insistir en la distinción correcta en cualquier otro ámbito de conocimiento y, sin embargo, en relación con el conocimiento de Dios, estar satisfechos con generalidades y puntos de vista confusos? ¿Es que acaso Dios no nos ha invitado a compartir el conocimiento intelectual de Su Ser? ¿Acaso no nos ha dado Su Palabra? ¿Y no es la Palabra la que ilumina los misterios de Su Ser, Sus atributos, Sus perfecciones, Sus virtudes, y el modo de Su subsistencia? Si se aspirara a penetrar en las cosas demasiado elevadas para nosotros, o a develar lo no revelado, la reverencia nos exigiría resistir tal audacia. Pero dado que buscamos, en el temor de Dios, escuchar las Escrituras y recibir el conocimiento que ofrecen sobre las cosas profundas de Dios, no puede haber espacio para la objeción. Más bien, se diría a quienes desaprueban tal esfuerzo: “sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!”
De ahí que la pregunta relativa a la obra del Espíritu Santo, a diferencia de la del Padre y la del Hijo, es muy legítima y necesaria.
Es lamentable que muchos de los hijos de Dios hayan confundido los conceptos en este sentido. Ellos no pueden distinguir las obras del Padre y las del Hijo y las del Espíritu Santo. Incluso en la oración utilizan indistintamente los nombres divinos. Aun a pesar de que el Espíritu Santo es llamado explícitamente el Consolador, buscan recibir consuelo principalmente del Padre o del Hijo, incapaces de decir por qué y en qué sentido el Espíritu Santo es especialmente llamado Consolador.
Ya la Iglesia primitiva sintió la necesidad de hacer distinciones claras y exactas en esta materia; y los grandes pensadores y filósofos cristianos que Dios entregó a la Iglesia, especialmente los Padres Orientales, gastaron sus mejores esfuerzos principalmente en este tema. Ellos vieron muy claramente que, a menos que la Iglesia aprendiera a distinguir las obras del Padre, Hijo y Espíritu Santo, su confesión de la Santísima Trinidad sería vacía. Obligados, no por amor a las sutilezas, sino por la necesidad de la Iglesia, se comprometieron a estudiar estas distinciones.
Y Dios permitió que los herejes afligieran a Su Iglesia, a fin de despertar la mente a través del conflicto, y guiarla así a buscar la Palabra de Dios.
Por lo tanto, no somos pioneros en la exploración de un nuevo campo. La redacción de estos artículos sólo puede impresionar a aquellos que son ignorantes de los tesoros históricos de la Iglesia. Simplemente proponemos hacer que la luz, que por tantos siglos arrojó sus claros y reconfortantes rayos sobre la Iglesia, vuelva a entrar por las ventanas, y en consecuencia, mediante un mayor conocimiento, se aumente su fuerza interior.
Comenzamos con la distinción general: Que en todas las obras realizadas en común por el Padre, Hijo y Espíritu Santo, el poder de dar efecto procede del Padre: el poder de organizar, procede del Hijo; y el poder de perfeccionar, procede del Espíritu Santo.
En 1 Co. 8:6, Pablo enseña que: “…sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas". Aquí tenemos dos preposiciones: de quién y por quién. Sin embargo, en Ro. 11. 36 añade una más: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas”.
Esta operación mencionada es triple: en primer lugar, aquél por el que se originan todas las cosas (de Él); en segundo lugar, aquél mediante el cual todas las cosas consisten (a través de Él); en tercer lugar, aquél por el que todas las cosas alcanzan su destino final (para Él). En relación con esta clara distinción apostólica, luego del siglo V, los grandes maestros de la Iglesia solían distinguir las acciones de las Personas de la Trinidad, diciendo que la acción por la cual se originaron todas las cosas procede del Padre; la acción por la cual ellas recibieron coherencia procede del Hijo; y la acción por la cual ellas fueron conducidas a su destino procede del Espíritu Santo.
Estos lúcidos pensadores enseñaron que esta distinción estaba en consonancia con la de las Personas. Por lo tanto, el Padre es padre. Él genera al Hijo. Y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. De ahí que la peculiar característica de la Primera Persona es, evidentemente, que Él no sólo es el Nacimiento y la Fuente de la creación material, sino de Su propia concepción; de todo lo que fue y es y siempre será. La peculiaridad de la Segunda Persona, evidentemente no se encuentra en generar, sino en ser generada. Se es hijo por el hecho de ser generado. Por lo tanto, ya que todas las cosas proceden del Padre, nada puede proceder del Hijo. La fuente de todas las cosas no se encuentra en el Hijo. Sin embargo, Él le añade una obra de creación a aquello que está viniendo a existencia, dado que el Espíritu Santo procede también de Él, pero no de Él solamente, sino del Padre y del Hijo; y de tal manera, que la emanación desde el Hijo se debe a la igualdad de su esencia con la del Padre.
Las Escrituras concuerdan con esto en enseñar que el Padre creó todas las cosas a través del Hijo, y que sin Él, nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. Debido a la diferencia entre “creado por” y “creado a partir de”, nos referimos a Col. 1. 17: “y todas las cosas en él subsisten”, esto es, por Él ellas se mantienen unidas. Heb. 1. 3 es aún más claro, diciendo que el Hijo sustenta todas las cosas por la Palabra de Su poder. Esto demuestra que, como los elementos esenciales de la existencia de la criatura, proceden del Padre como Fuente de todo, así la formación, reunión y organización de sus componentes son, respectivamente, la obra del Hijo.
Si nos dispusiéramos a comparar reverentemente la obra de Dios a la del hombre, diríamos: Un rey se propone construir un palacio. Esto requiere no sólo de material, mano de obra y planos, sino también la reunión y organización de los materiales de acuerdo a esos planos. El rey proporciona los materiales y los planos; el constructor construye el palacio. Entonces, ¿quién lo construyó? Ni el rey ni el constructor por sí solos, sino que el constructor lo erige a partir del tesoro real.
Esto expresa la relación entre el Padre y el Hijo en este respecto, tan perfectamente como las relaciones humanas puedan ilustrar las divinas. Aparecen dos acciones en la construcción del universo: en primer lugar, la causativa, que produce los materiales, las fuerzas y los planos; en segundo lugar, la constructiva, con la que estas fuerzas forman y ordenan los materiales de acuerdo al plan. Y tal como la primera proviene del Padre, así también la segunda proviene del Hijo. El Padre es la Fuente Real de los materiales y poderes necesarios; y el Hijo, como Constructor, construye con ellos todas las cosas de acuerdo con el consejo de Dios.
Si el Padre y el Hijo existieran independientemente, esa cooperación sería imposible. Sin embargo, como el Padre genera al Hijo, y en virtud de esa generación, el Hijo contiene todo el Ser del Padre, no puede haber división del Ser, y sólo permanece la distinción de las Personas. Pues toda la sabiduría y el poder a través de los cuales el Hijo da la coherencia a todo, es generado en Él por el Padre; mientras que el consejo que lo ha diseñado todo, es una determinación del Padre de esa sabiduría divina que Él como Padre genera en el Hijo. Pues el Hijo será para siempre el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen misma de Su Persona  Heb. 1. 3.

Esto no completa la obra de la creación. La criatura no se hace sólo para existir, ni para adornar algún nicho en el universo como si se tratara de una estatua. Más bien, todo fue creado con un propósito y un destino, y nuestra creación se completará sólo cuando nos hayamos convertido en lo que Dios diseñó. Así pues, Gn. 2. 3 dice: “Descansó Dios de toda Su obra que Él había creado para hacerla perfecta” (traducción del holandés). Por lo tanto, la obra que le corresponde al Espíritu Santo, es guiar a la criatura a su destino, hacer que se desarrolle de acuerdo a su naturaleza y hacerla perfecta.